"El hombre nuevo es aquél que sabe luchar en el auge y en el repliegue, en la victoria parcial o en el revés temporal. Debe luchar, aún sabiendo que la victoria final no está próxima o que incluso no la verá. La lucha de los trabajadores exige no solo interpretar el mundo, sino transformarlo".
GERMAN CARO RÍOS

21/7/08

Ofensa en adiós a las víctimas de La Cantuta




Más de una hora se tuvo que esperar para enterrar los restos de los asesinados por el Grupo Colina. Ministra de Justicia pidió disculpas por impasse.







En el entierro, faltó un gesto decoroso del gobierno. La ausencia es una mala señal.


DETALLE
Gisela Ortiz: “Espero que sea la última vez que sepultemos los restos de nuestros seres queridos. Estamos tranquilos porque sabemos que la justicia viene llegando. Han sido enterrados y desenterrados tres veces por los asesinos, y luego dos veces por nosotros para buscar justicia”.


Las víctimas Los estudiantes Luis Enrique Ortiz Perea, Armando Richard Amaro Cóndor, Bertila Lozano Torres, Dora Oyague Fierro, Robert Edgar Teodoro Espinoza, Heráclides Pablo Meza, Felipe Flores Chipana, Marcelino Rosales Cárdenas, Juan Gabriel Mariños Figueroa, y el profesor Hugo Muñoz.



La mañana de ayer, Gisela Ortiz, la voz de los deudos de la matanza de La Cantuta, llegó serena y tranquila a la iglesia La Recoleta. Saludó amenamente a los familiares que esperaban la hora de la partida final al cementerio El Ángel. Había llegado el día de sepultar los restos de las víctimas del Grupo Colina asesinados el 18 de julio de 1992. Gisela esperaba un día duro, pero no contaba que iba a encontrarse con un escollo del Ministerio de Justicia en pleno cementerio, al cual lo calificó como una “afrenta oficial” contra sus seres queridos.


En la iglesia La Recoleta, antes de que los restos fueran llevados al cementerio, la tristeza no se movía del lugar. Raida Cóndor, madre de Armando Amaro Cóndor, rezaba; una jovencita deshojaba rosas y también oraba; un niño contaba los seis pequeños féretros y luego se persignaba. Los restos no alcanzaron para completar diez ataúdes. Meditación, rezos y peticiones primaban en la iglesia que se llenó rápidamente. A las 10:30 de la mañana los periodistas y los que no eran familiares tuvieron que dejar el lugar. Afuera, decenas de alumnos de San Marcos y La Cantuta preparaban sus banderas y sus voces para acompañar a los estudiantes caídos en la dictadura.


Fue curioso. No hubo ningún representante visible del gobierno. Sólo Jorge del Castillo envió un arreglo floral, pero a título personal. “Lo que pedimos es que este gobierno garantice que no ocurrirá un crimen similar al que se cometió contra nuestros familiares”, dijo Gisela. Llegaba más y más gente a la iglesia, y ella hacía las coordinaciones para que todo saliese bien y todo iba saliendo. En el cementerio fue la afrenta.


Antes de que subiesen los féretros a las carrozas, fueron paseados por el jirón Camaná, y las avenidas Uruguay y Garcilaso de la Vega. Voces y cantos, llenaban las calles; arengas de estudiantes y familiares. Desde los autos miradas sorprendidas saludaban el acto, habían aplausos, y gritos: “Fujimori debe pagar sus culpas”. Gisela siempre a la cabeza de la caravana, arengaba: “Cuando un estudiante muere, nunca muere”.


El 18 de julio de 1992, luego de matar a los estudiantes y al profesor, los asesinos del Grupo Colina los descuartizaron y quemaron, enterrándolos torpemente en la zona de tiro de Huachipa. Tiempo después, los desenterraron y volvieron a enterrar en un descampado de Cieneguilla. En abril de 1993, por órdenes de Hermoza Ríos, los asesinos los desenterraron de nuevo para desaparecerlos y no dejar huellas. Sin embargo, se olvidaron un cráneo, del hermano de Gisela Ortiz, el cual fue una huella importante para dar con los culpables del horrendo crimen de la dictadura.


En la puerta del cementerio, Gisela sigue serena. Camina firme, al lado de los féretros, pero tiene en la mano un paquetito de toallitas para secarse las lágrimas. Desde la Puerta Uno del cementerio, se tuvo que caminar como tres cuadras. Se pasaron, entre otros, los pabellones de San Eloy, San Afrodisio, San Enrique, San Euraclio. El mausoleo de La Cantuta, pagado por los familiares, queda frente al pabellón San Estanislao.


La afrenta

Cuando los féretros estaban listos para ser enterrados, Gisela Ortiz fue a hablar con los encargados de la Beneficencia Pública de Lima. Entonces, se dio cuenta que el Ministerio de Justicia no había hecho las gestiones para el entierro. “Nos parece una afrenta y una falta de respeto. A pesar de los mandatos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Ministerio no se dignó a hacer las gestiones para que nuestros seres queridos sean enterrados sin problemas”, denunció ante los medios. Pasó más de una hora antes de que, por fin, se iniciara el entierro. Una demora abusiva, por un descuido oficial. Aunque la ministra de Justicia, Rosario Fernández, ofreció disculpas.


Sin embargo, llegó el momento de la despedida final. Fue ahí que Gisela, tras mantenerse serena desde la mañana, lloró. La toallitas hicieron su trabajo. “Por nuestra memoria y nuestra lucha viven en nuestros corazones siempre”, dijo y lanzó una rosa blanca a la tumba.


Hay temas pendientes

“Recordamos los 16 años con esperanza y aliento, con algunos avances en acceso a la justicia con la condena a los miembros del Grupo Colina y a Julio Salazar Monroe, y en perspectiva con la de Fujimori, Montesinos y Pérez Documet. Con la entrega de los restos identificados hay un avance en las recomendaciones de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Sin embargo, aún está pendiente hallar e identificar los cuerpos de otras víctimas, así como la entrega de una indemnización a sus familiares, tal como lo determina el fallo de la CIDH. Esperamos que en el resto de este año el Estado siga cumpliendo con las obligaciones de dicha resolución”, manifestó el director de la Asociación Pro Derechos Humanos (Aprodeh), Francisco Soberón.


Paco Moreno

Redacción

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